Comentario
La fiscalidad que sustentaba el poder era compleja tanto en su composición como en su administración y en el reparto de sus rentas. La limosna legal se tipificó como diezmo sobre la producción agraria completado con porcentajes sobre el ganado y sobre los bienes muebles que no eran para consumo propio sino para comercio. Las contribuciones de los no musulmanes también habían evolucionado: sólo ellos tenían que pagar el impuesto personal o capitación (yizya), pero el impuesto territorial (jaray) había sido adscrito a la tierra, por lo que muchos propietarios musulmanes tenían que pagarlo de hecho. Además, los califas disponían de la renta de tierras de su propio fisco, ejercían a veces monopolios comerciales o manufactureros, acuñaban moneda, tenían derecho al quinto de cualquier botín de guerra, tomaban para sí los bienes vacantes o los dejados por quienes no tenían herederos, y tenían parte en las herencias también en otros muchos casos. Al lado de los anteriores conceptos, que poseían fundamento legal, aparecieron otros, de importancia creciente, basados en la idea de pago a la protección que el poder ofrecía a la actividad mercantil, bajo la forma de aduanas internas y exteriores, sisas sobre las compraventas, control de derechos de peso y medida o sobre la instalación de talleres y tiendas. Al margen permanecían siempre los bienes y rentas afectados a fundaciones religiosas y asistenciales (waqf, habus o habices).
Averiguar quién tenía capacidad para recaudar las contribuciones y disponer de su importe equivale a saber en qué manos estaba el poder efectivo. En principio, había un intendente (amil) en cada provincia que tenía el control de catastros y cuentas, gestionaba directamente el cobro o, con mayor frecuencia, lo arrendaba por sectores y especialidades. Era costumbre, por razones de economía, pagar con los recursos obtenidos, en primer lugar, los gastos provinciales, y transferir el sobrante al tesoro califal en la corte, que se nutria además de los recursos propios del califa y de las contribuciones y rentas percibidas en Bagdad y su región. La crisis financiera del califato fue parte principal de su crisis política durante el siglo X, a medida que aumentaba la capacidad de los gobernadores provinciales para retener el conjunto de las rentas cobradas en su distrito.
Sin embargo, los primeros abbasíes habían aplicado las antiguas técnicas de división de funciones en la administración provincial para evitar, en lo posible, aquellas acumulaciones de poder, al nombrar por una parte al gobernador militar de cada provincia mientras que, a través del gran cadí de Bagdad, se designaba por otra al o a los jueces, y permanecía al margen el intendente o amil que dependía del correspondiente diwan palatino. Pero la indisciplina e independencia de hecho de los jefes militares provinciales fue en aumento y les permitió controlar también los recursos hacendísticos: cuando tal cosa ocurría, el gobernador o amir era un poder independiente y recibía a veces el título, de origen turco, de sultán. Esta institución ya es considerada por los teóricos de la política a partir del siglo XI, en especial por Ibn Jaldun, y se justificaba su existencia porque aseguraba el cumplimiento de las funciones de protección, orden y defensa de los musulmanes que el califa, reducido a símbolo religioso, había dejado de ejercer en la realidad.